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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        La Revolución francesa trajo consigo la aparición de un nuevo género de publicaciones, los escritos políticos [9], pero no parece haber alterado mayormente los modos de vivir y de pensar en el País vasco-francés: ya en 1796 los suletinos, sin cuidarse de las prohibiciones, volvían a poner en escena pastorales «en que se preconizaban los crímenes de los Reyes» [10]. Si toda Vasconia tiene la reputación de ser un país conservador y refractario a las novedades, esto resulta especialmente cierto al norte de los Pirineos: el efecto de los acontecimientos políticos franceses se ha reducido a poco más que al cambio de algunos símbolos y a la sustitución de algunas denominaciones en los documentos oficiales.

        Al normalizarse el ejercicio de la religión reaparecen los libros de devoción como las famosas Meditacioneac gei premiatsuenen gainean (1809), conocidas por Grandes Meditaciones, arreglo debido a M. Duhalde, nacido en Ustaritz a mediados del siglo anterior y muerto en 1804, de una obra del padre Bouhours.

        La renovación de las ideas está en cierto modo representada por un autor original y algo estrafalario, el suletino J.A. Chaho (1811-1858), el único romántico no rezagado que ha producido Vasconia. Marchó a París a los 19 años y empezó a estudiar lenguas orientales; como periodista dirigió L'Ariel de Bayona, cuya orientación le costó un destierro al restablecerse el Imperio. Gnóstico e iluminado, autor de Paroles d'un voyant (1839) en buscada contraposición a Paroles d'un croyant de Lamennais, fue según se asegura el primer vasco enterrado civilmente en su país, con gran solemnidad y acompañamiento por cierto [11]. Fue también el primer defensor declarado, en dos obras que siguieron a su viaje a Navarra durante la primera guerra carlista, de un nacionalismo vasco anticastellano que compaginaba, o al menos compaginó más tarde, con la defensa de la unidad francesa.

        Chaho escribió casi siempre en francés [12], pero conocía muy bien su lengua y su país natal y tiene el mérito de haber sido el primero en estudiar aspectos importantes de la cultura popular vasca (mitología, pastorales suletinas, etc.). Por lo demás tenía ideas más bien incoherentes sobre la semejanza del vasco con el sánscrito, lo que dada su ideología iluminista y el ambiente de la época (F. Schlegel, Bopp, etc.) le tenía que parecer distinguido, y no siempre se cuidó de distinguir los hechos observados de las creaciones de su cálida imaginación: así, por ejemplo, en lo que escribió acerca de mitología vasca o de Zumalacárregui. Ha de ponerse en su haber, sin embargo, la atención que prestó a los restos de la religión precristiana. Esto, en la literatura, llevó a la sustitución de los tradicionales vascos primitivos, cristianos avant le mot, por los paganos reacios al Cristianismo todavía en el siglo VIII de Navarro Villoslada. Es más: debemos a Chaho hasta nuestro padre, el patriarca Aitor [13].

        Pero la afición a las falsificaciones, o quizá la indistinción de sueños y realidades, estaba en el aire del tiempo, dicho sea en su favor. Por entonces se forjó el apócrifo canto de Altabiscar que tan favorable acogida había de tener en el mundo erudito, publicado por primera vez en 1845 y compuesto en realidad en francés por el bayonés Eugéne Garay de Monglave y traducido al vascuence por un amigo suyo.

        Chaho no fundó escuela, pero su radicalismo, ya que no sus ideas teosóficas, tuvo algunos seguidores, sobre todo suletinos, como el fabulista Archu y Salaberry de Mauleón, que publicó una valiosa colección de canciones populares (1870). La Histoire primitive des Euskariens Basques (1874) de Chaho fue continuada por el vizconde de Belsunce, de quien se conserva también una poesía vasca.

 

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