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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        La renovación en este campo [la poesía] coincide con la labor de la sociedad Euskaltzaleak, dirigida y animada por José de Ariztimuño («Aitzol»), a partir de 1930. En los libros en que se reunieron las poesías presentadas a los certámenes anuales organizados por ella aparecen, entre otros, los nombres de J. de Bedoya («Loramendi»), padre F. Echeberría, Eusebio Erquiaga, Gaztelu, Domingo Jacacortajarena, Fabián Loidi, F. Marquiegui, padre Onaindía, Alejandro Tapia-Perurena y Zaitegui. Al lado de la tendencia más popular o clasicista de otros, Esteban de Urquiaga, «Lauaxeta» (1907-1937), ensaya nuevos caminos (Bide barrijak) y en su último volumen (Arrats beran) la utilización sabia de motivos populares a la manera del Lorca del Romancero gitano.

 

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        Un lugar aparte y excepcional corresponde a José María Aguirre, más conocido por su pseudónimo de «Xabier de Lizardi». Caso único en nuestra literatura, Lizardi es ante todo un transmutador, y esto es en él actitud natural y espontánea, no el resultado de un propósito preconcebido de «crear belleza»: sensaciones, emociones e ideas se vuelven en sus manos depurada materia estética. En sus mejores poesías, la más alta cima de la lírica vasca nos ha dado el drama de las horas y de las estaciones en el paisaje vasco, inolvidablemente animado por unos personajes que no tienen más que la leve, y sin embargo suficiente, consistencia de una metáfora: el desnudo silencio del invierno que sólo rompe el temprano grito de la amarilla flor del árgoma; el inesperado encuentro con la primavera, muchacha vestida de azul, en el despertar del bosque; el robledal, palacio dormido en un mediodía de estío, abrumado por el sol; la angustia del monte otoñal, cubierto de orín, que no tiene otro consuelo que el recuerdo y la esperanza.

        Porque en sus poesías vive siempre, cercana o lejana, la tremenda certidumbre de la caducidad de todas las cosas terrenas —«Yo no quisiera que el día se volviese noche»—, el sabor a ceniza que hace más preciosa la percepción fugaz de cualquier belleza. Pero esta melancolía, presagio de un fin prematuro, nace de la noble serenidad de un espíritu que una mañana de principios de otoño, recorrido una vez más el círculo de las estaciones, espera descansar en la plenitud de Dios.

        Su profunda gratitud al idioma, que tan fielmente le sirvió como medio de expresión, le inspiró una canción definitiva, de rara lucidez («Eusko-bidaztiarena»), en el que la vieja lengua, transfigurada, aparece como es en realidad: una nueva posibilidad, apenas realizada, capaz de recorrer el mundo y de llegar hasta las azules estrellas.

        Es extraño que su poesía sea personal hasta el punto de que resulte difícil señalar influencias en su obra: bien es verdad que falta un estudio crítico detenido de ella. Su prosa es también original, casi tan original como sus versos. Ágil, descriptor tan certero como rápido del mundo exterior y del mundo interior, de humor intencionado y amable, está siempre lleno de sorpresas, tanto de fondo como de forma. Sólo la brevedad de su obra, reunida en un pequeño volumen (Itz-lauz, 1934), le impide alcanzar el puesto eminente que consiguió en la poesía. Sus ensayos teatrales (Izar eta laiño, Ezkondu ezin ziteken mutilla), más ajustados a los moldes tradicionales, ofrecen menor interés.

        En los últimos años de su vida, probablemente bajo la influencia de Orixe, tendía a un tipo más simple —más popular— y aparentemente menos trabajado de poesía, abandonando un poco la concisa densidad que hasta entonces le había distinguido. Es un camino apenas emprendido y sería evidentemente ocioso hacer conjeturas sobre los resultados que andando, por él hubiera llegado a obtener. Un fragmento de poema descriptivo («Gazte'ren ernaltzea») ha quedado también aislado. Sin embargo, la acabada perfección de algunas de sus poesías líricas hace que nos olvidemos de lo que hubiera podido ser y evita que podamos considerar su obra como truncada.

 

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