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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        Los comienzos de una literatura culta de cierta calidad están unidos a este lado del Bidasoa a la brillante personalidad del padre Manuel de Larramendi. Este fervoroso apologista de la lengua, aunque no le faltaron contradictores, fue escuchado por muchos —y no todos sus fieles fueron vascos— como un oráculo y seguido como el maestro más seguro en materia de gramática y lexicografía vasca. Luego, casi en nuestros días, su prestigio decayó y ha llegado a perder hasta el aprecio de sus paisanos que durante tanto tiempo fueron por lo común admiradores incondicionales de su persona y de su obra. Hoy, al enfriarse las viejas pasiones o lo que viene a ser lo mismo, al ser sustituidas por otras nuevas, puede verse con mayor claridad lo que hay de fundado y de injusto en la fama pasada y en el olvido actual.

        Larramendi, Garagorri de apellido paterno, nacido en Andoain en 1690, ingresó en Bilbao cuando tenía unos 17 años en la Compañía de Jesús, en la que profesó en 1726. Enseñó Filosofía en Palencia y Filosofía y Teología en Salamanca, donde gozaba fama de buen predicador. Sucedió al padre Torre en el cargo de confesor de la reina Doña María Ana de Neuburg, viuda de Carlos II, renunciando en 1733 para retirarse a Loyola. Murió aquí el 28 de enero de 1766, poco antes de los graves sucesos de la Machinada de Azpeitia, eco del motín de Esquilache, que empezaron el 13 de abril y no dejaron de influir en la expulsión de los jesuitas del año siguiente.

        Siendo todavía Maestro de Teología del Real Colegio de la Compañía en Salamanca publicó allí sus dos primeros libros, compuestos en los «muy breves ratos que pudo usurpar a más altas tareas»: De la antigüedad y universalidad del Bascuence en España (1728) y El imposible vencido. Arte de la Lengua Bascongada (1729). En 1736 apareció en Madrid su Discurso histórico sobre la antigua famosa Cantabria y en 1745 en San Sebastián, en dos volúmenes in folio, lo que puede considerarse su obra principal, tanto por su extensión como por su influencia: el Diccionario trilingüe del Castellano, Bascuence y Latín, costeado por la Diputación.

        La figura de este gran jesuita guipuzcoano, que nunca rehuyó la controversia, ha sido siempre discutida por distintas razones. Fue un escritor fluido y brillante, con una ligera debilidad por la rotundidad oratoria, tanto en vascuence como en castellano: sorprende en realidad que en las historias de la literatura castellana de su siglo, en que tantas obras de erudición se reseñan, no se le conceda un espacio. A diferencia de lo que suele ocurrir con vascos de hoy, cuyo dominio del vascuence es sin embargo precario, no rehuía lo castizo cuando escribía en castellano [14]. Este casticismo no era además en él, como en bastantes vascos un postizo mal pegado, sino modo natural de expresión. Amó con pasión las polémicas [15] y en ellas derrochó agudeza y una socarronería irónica que en nada cede a las mejores gracias de su compañero en religión el padre Isla. Entre tantos escritores sin estilo, es siempre personal, variado en registros y rico en sorpresas. No es un discutidor más, hosco y malhumorado. Su espontáneo buen humor, su entrain, el placer evidente que saca de la disputa se comunican fácilmente al lector. Con todo su respeto a la preceptiva de la época, tenía un fondo de humor, una viva y gozosa intuición de las incongruencias de la personalidad humana que hubiera hecho de él un buen humorista en tiempos como el nuestro en que el humorismo se ha convertido en una técnica apreciada y racionalizada.

        Como escritor dejó prueba evidente de su maestría en las hermosas páginas de su Corografa o descripción general de la Muy Noble y Muy Leal Provincia de Guipúzcoa, publicada por el padre Fidel Fita (Barcelona, 1882). Tampoco aquí faltan pasajes polémicos; pero lo que se nos da ante todo es una animada descripción de Guipúzcoa, de su economía, del carácter —virtudes y defectos— y modos de vida de los guipuzcoanos, de su religiosidad, de sus diversiones, de su lengua. La riqueza de datos de todo orden que contiene es preciosa para el investigador, pero aun el simple lector que no persiga otra finalidad que el placer de la lectura recorrerá con gusto esas páginas en que se pinta con sobriedad y viveza una Guipúzcoa algo arcaica, pero real y consistente. Aquí alcanzan su forma más cumplida algunos de los mitos del País: la nobleza primitiva y no adquirida de todos los guipuzcoanos, que no procede de «privilegio y gracia de los Reyes» ni supone «principio y transición de no ser nobles a serlo», sino que se funda en la pureza de sangre por haber estado libres de dominadores extraños desde los tiempos más remotos [16]; el orden feliz del régimen foral, basado en el funcionamiento sin roce de las instituciones propias dentro del respeto a la autoridad real. De no tratarse como se trata de la descripción de un pequeño país, y también acaso de no ser por la creencia de que las cosas vascas sólo pueden interesar a los vascos o a los especialistas en cuestiones vascológicas, la Corografía habría alcanzado mayor atención de los historiadores de la literatura. No hay tantas obras en prosa en el siglo XVIII español que le sean a este respecto claramente superiores.

        Las mismas cualidades que hacían de él un escritor de primer orden le perjudicaron en cierto modo como investigador y erudito. No tenía, a diferencia de Hervis, ningún entusiasmo desmedido por el trabajoso caminar de las ciencias reales, hecho de continuas rectificaciones y de retrocesos aparentes al contacto con la experiencia. Llevaba consigo el espíritu pleitista de su pueblo, acostumbrado a litigar interminablemente por derechos, privilegios y prioridades, y a esto se añadió la dialéctica de la escuela que aprendió en las aulas. Su rapidez mental le indujo más de una vez a caer en la tentación de inventar razones especiosas en favor de su tesis en lugar de buscar pacientemente los datos corroborativos. En muchas de sus argumentaciones se diría que va implícito el supuesto de que los textos o los datos de cualquier orden, en cuestiones que no sean estrictamente de fe, no prueban ni refutan nada por sí mismos, sino que todo depende del partido que de ellos sepa sacar la penetración del que los alega. Lo importante, como en un pleito o en una disputa escolástica, es quedar vencedor.

        Cuando discute con Mayans o con Armesto sobre los privilegios y exenciones de la lengua vasca sabe además que les lleva una ventaja decisiva que no piensa desaprovechar: el conocimiento del idioma, que a los otros les falta. Como además les superaba no sólo en imaginación, sino también en desenfado —casi podría decirse que en frescura—, no será temerario afirmar que estaba muy lejos de prestar fe ciega a los productos de su fantasía que no eran a menudo más que medios de salir mejor o peor del paso, ni nos apartaremos mucho de la verdad si pensamos que al escribir algunas de sus estupendas etimologías no le faltaba mucho para reírse de los crédulos o irritados lectores, presentes y futuros: «Confieso que me retoza la risa —escribe en el prólogo de su Diccionario a propósito de su explicación de España por el vasco ezpaña «el labio»— acordándome del ceño con que oirán todos esto los Diaristas, sin más recurso ni desahogo que llamarlo violencia, voluntariedad, disparate, pero se hallarán atajados, no hallando razón ni motivo para tanto mal nombre: porque, si se empeñan en buscar la falta de naturalidad de nuestras etimologías con los nombres, se meten, sin querer, en lo que aborrecen, que es dar otras que no sean violentas, sino naturales... Yo diría que estos burlones son como aquellos gallinas que de talanquera dan vaya al que saca mal una suerte al toro; pero enmudecen diciéndoles baxe el valentón y haga otro tanto, porque ni tienen valor ni habilidad para esso» [17]'. A Larramendi, justo es decirlo, nadie podrá acusarle de no haber saltado al ruedo etimológico.

        Más de una vez se ha contrapuesto, más que comparado, la obra de Larramendi a la de su coetáneo Etcheberri, sin que salga favorecido el guipuzcoano. En efecto, a pesar de que dejó pruebas suficientes —si olvidamos sus lamentables incursiones por el campo de la poesía seria— de que era tan buen escritor en vascuence como en castellano, lo cierto es que la mayor parte de su obra, y desde luego la más importante, está compuesta en esta lengua, aunque con salpicaduras vascas [18]; lo que es más, su finalidad principal, como la de los apologistas anteriores y posteriores a él, fue la de defender y justificar la lengua ante los extraños, no la de afinarla para uso de los propios. Por otra parte, su diccionario ha caído en completo descrédito, y no sin razón, a causa de los «sigilosos y arbitrarios neologismos», para usar la expresión de Ibar, que en él sembró a manos llenas, aunque afirmó sin pestañear que sólo contenía tres voces de su invención.

        Sería injusto, sin embargo, que las deficiencias de su obra nos hicieran olvidar sus altos valores. El Impossible vencido es en su brevedad una descripción clara y suficiente de lo esencial de la estructura de la lengua vasca en la que se tienen en cuenta tres dialectos: «Antes del año 1729, en que Larramendi publicó el arte o gramática del vascuence, éste era desconocido a los literatos que de él no tenían más noticias que la vulgar de su existencia y de su notable diferencia o diversidad de las lenguas conocidas», afirmó Hervás [19], y para escribirlo y para escribir el Diccionario tuvo Larrarnendi que recoger muchas noticias de labios del pueblo y de las obras impresas que buscó con afán, dándonos un primer esbozo del pasado de la literatura vasca. La disposición del Diccionario (castellano-vasco-latín) es un pie forzado que le obligó a rellenar con neologismos los huecos sin traducción, pero una razón para ello, que no tiene por qué ser única ni siquiera la primera, se halla en el deseo de Larramendi de facilitar la tarea a los malos predicadores —mucho más abundantes que los buenos, según nos cuenta, por aquel entonces— que predicaban en castellano o en mal vascuence «porque lo traducen del castellano y no saben las reglas de una buena traducción». Además, como ciertos médicos que vacilan en aplicarse a sí mismos los remedios que recomiendan a sus pacientes, no usaba sino con la más extrema mesura de los neologismos que forjó con tanta facilidad y no se cansó de recomendar expresamente a todos esta moderación [20].

        Debe tenerse muy en cuenta, por último, que difícilmente hubieran aceptado ciegamente la autoridad del P. Larramendi oradores y escritores de la talla de Mendiburu si aquél no hubiera mostrado con hechos su perfecto dominio práctico del idioma. En efecto, lo que nos ha llegado de lo que escribió en vascuence hace que tengamos que deplorar su escasez. Su prólogo al Jesusen Biotzaren Devocioa de Mendiburu debe figurar por méritos propios en cualquier antología de prosa vasca y su panegírico de San Agustín con su exuberancia, sus calembours y sus paradojas es un magnífico aparato de pirotecnia verbal quemado brillantemente desde el púlpito en un día de gran solemnidad. Cuando aparezca su correspondencia, escrita en buena parte en vascuence según el padre Fita [21], Larramendi ocupará sin duda el distinguido lugar que le corresponde entre los escritores en lengua vasca.

        Añádase que, si no estaba exento de lo que Feijoo llamaba «Pasión nacional», no dejaba de ver los defectos de sus paisanos: su desunión, por ejemplo, y su envidia «no del bien y fortuna de extraños y forasteros, sino de los suyos propios, de sus vecinos, paisanos y parientes que tengan a la vista». No hay país que a sus ojos aventaje a Guipúzcoa, pero su inclinación a las letras le lleva a acordarse con nostalgia de Salamanca, ya que «no es fácil contentarla en este país infeliz, donde apenas hay más libros que los de San Antonio en montes, prados, valles, bosques, ríos y precipicios, y donde el comercio epistolar se reduce por lo común a bagatelas áridas e insulsas». Aunque sólo de oídas estaba enterado de «experiencias e inventos curiosos», no había en él hostilidad hacia la ciencia experimental, nueva entonces entre nosotros [22]. En Vasconia fue en cierto modo precursor de la «ilustración» de los Amigos del País y de su Real Seminario de Vergara. Hoy que afortunadamente va perdiendo fuerza la costumbre de ver en la ciencia una especie de máquina infernal, tal vez ésta no resulte una proposición escandalosa.

 

[14] Recuérdese, por ejemplo, el horror de Baroja ante ciertos arcaísmos de la lengua escrita: «¿Las leyó usted? —Comencé a leerlas, pero no seguí. —¿Y por qué? —Porque estaban escritas en estilo florido y pedantesco... Holgárame yo muy mucho... antojábaseme...; para mí, entonces, esto era pestífero. Es la incomprensión que se tiene para todo lo que no es habitual» (Memorias, Minotauro, p. 221).

[15] Lo probó al mezclarse sponte sua en la enconada disputa acerca de la naturaleza de San Martín de Aguirre o de Loinaz que dura hasta nuestros días entre Beasain y Vergara, en la cual se le atribuye un divertido panfleto firmado por dos testaferros: Nueva demostración del derecho de Vergara sobre la patria y apellido secular de San Martín de la Ascensión y Aguirre (Madrid, 1745).

[16] «Larramendi, como ya he indicado en otra parte, es el sustentador de la teoría de la 'nobleza de sangre', en forma tal que podría tomársele como precursor de los modernos racistas. Los vascos son libres y nobles, según él, por no hallarse contaminados por los sucesivos invasores de la Península, creadores de vasallajes y honores artificiosos» (J. Caro Baroja, Los vascos, 1958, p. 89). El texto más expresivo se halla en Corografía, 1882, p. 137 s., que aquí se da sin traducción atendiendo al ruego del autor (Ez ni salatu, es decir, «no me delatéis»): «Utzi, utzi Gaztelaco hitzera choralda horri: mairu cutsu, judu quirats, beltz eta billau usai gueiegui dabil erri horietan. Oarzaitezte echean, Guipuzcoan, dezutela, iñotara joan bague, erbestean arquituco ez dezuten garbitasuna».

[17] Diccionario trilingüe, 1745, prólogo, p. CXI. «Yo no tengo al autor de El Impossible Vencido —opinaba J. de Urquijo— por un inmodesto, sino más bien por un humorista, que debía de gozar extraordinariamente en sus polémicas, salpicadas de frases en vascuence, sin duda para intrigar más a sus contradictores los Diaristas, o a los incondicionales de San Martín de Beasain» (RIEV 26 (1935), 372 s.). En cuanto al título El impossible vencido, que algunos han tachado de vanidoso, está claro que es meramente polémico, una refutación de las palabras del padre Mariana, que llamó a la lengua vasca rudem et barbaram linguam, cultura abborrentem.

[18] En las obras redactadas en castellano el vascuence le servía a Larramendi —se ofrecen dos muestras en estas páginas— para expresar opiniones y deseos que le debían parecer demasiado atrevidos si los pudieran entender bien los extraños. También le eran útiles para gastar pesadas bromas a sus contradictores. Valga de ejemplo la que dirige a Mayans (Diccionario, p. CXCVIII) cuando, con el pretexto de proponerle una lista de palabras para que en ellas separe lo advenedizo de lo antiguo, le escribe en realidad, si se suprimen las comas, seis versos insultantes, que terminan así: «Ya que no vas a adivinar el sentido de estas palabras». Esto lo hacía también en latín: «Oiga la lengua que se sigue. Armesti imbecillitas, dura Academicis palpatur, quos ab Anonymo despectos levius quam oporteret confingit, Anonymi, cujus carpit scriptum, risum potiùs, guam bilem movit. ¿Qué Lengua es ésta? Dirá que es Latín. Pues, ¿qué Lengua es la que sigue? Armestum Academicis imbecillitate palpantem, quos non despexit Anonymus, cujus ab eo carpitur scriptum, risu magis, quam bile prosequitur. Yo digo que no es Latín y que las dos oraciones son de distintos Idiomas» (Diccionario, p. CCXXVI). Es evidente que, si Fitz-Maurice Kelly hubiera conocido a Larramendi tan bien como conocía al padre Isla, no habría atribuído a todos los vascos la falta de sentido del humor de que dieron buena prueba algunos navarros a raíz de la publicación de Día grande de Navarra.

[19] Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas V (Madrid, 1804), p. 240.

[20] L. Michelena, «La correspondencia del P. Larramendi» BRSVAP 15 (1959), 440-442.

[21] L. Michelena, «La correspondencia del P. Larramendi» BRSVAP 15 (1959), 440-442.

[22] Léase la carta al padre Berthier, incluida por Fita en su edición de la Corografa, sobre todo la página 286 en la que habla con ligera ironía del conocido incidente relacionado con la publicación de Observaciones astronómicas en América de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, obra que había creado un grave problema de conciencia a los inquisidores, «como que se escandalizaban de la opinión del movimiento de la Tierra». «En esta parte más holgados están en Francia —concluye Larramendi resumiendo sin duda el modo de pensar de los círculos de la Compañía en España—, y Maupertuis y Clairaut, que de vuelta de su viaje imprimieron sus obritas con la curiosidad de la Tierra lata o chata hacia los polos a manera de naranja, sin escrúpulos de inquisidores y calificadores, suponen demostrado el movimiento de la Tierra.»

 

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