Se sigue considerando a Domingo Aguirre (1865-1920) como el mejor de los novelistas en lengua vasca. No debe este título a su primer ensayo en el género todavía en boga en el país de la novela histórica (Auñemendiko lorea, 1898), ni siquiera a Kresala (1906), excelente cuadro costumbrista de un puertecito vizcaíno, su Ondárroa natal, sino a Garoa («El helecho», 1912), la novela del caserío vasco. Una buena parte de su atractivo está sin duda en su leve tono crepuscular, de nostalgia del buen tiempo pasado. Aguirre es, sin embargo, además de laudator temporis acti, un magnífico pintor de costumbres y de caracteres, más próximo al vizcaíno Óscar Rochelt (El alcalde de Tangora, 1910) que a Pereda, y si alguno de sus personajes como el viejo Joanes en los que ha compendiado las virtudes tradicionales no pasan de ser idealizaciones borrosas, otros tienen la consistencia y la rica matización de los seres de carne y hueso.