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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        La figura más representativa de un período de las letras vascas que dura todavía hoy —mucho más que Lizardi, prodigio solitario— es Nicolás de Ormaechea, «Orixe», nacido en 1888 en Oreja, pueblecito de la raya de Guipúzcoa con Navarra. Él es acaso en varios aspectos el autor más importante de toda la literatura vasca y es también en cierto modo, en la coherencia y en las contradicciones de su personalidad, como un compendio del complejo carácter de un pueblo que no es tosco y simple más que para los ojos que no penetran más allá de la superficie.

        Orixe, hombre de sólida formación clásica y poco amigo de lo moderno, conoce como muy pocos las formas de vida más sencillas y primitivas de los lugares apartados del país, donde las antiguas tradiciones han llegado menos alteradas hasta nosotros. Puede convivir con pastores y carboneros, quizá mucho más a gusto que con los burgueses de las grandes villas, no por el espejismo de los recuerdos sacados de la lectura de Teócrito o Virgilio, y mucho menos de Rousseau, sino por su inclinación espontánea a lo auténtico y natural. Polemista encarnizado, acre y como suele ocurrir no siempre justo —contra el verso, contra la cultura, contra los clérigos evolucionistas y contra otras muchas cosas—, es también un místico extraño en un pueblo de gentes para quienes la religión es fundamentalmente un conjunto de normas éticas y de preceptos legales dentro de un sistema bien organizado que abarca el universo visible y el invisible.

        Su conocimiento de la lengua y la destreza con que ha sabido manejarla no necesitan ponderaciones. Preocupado por lo que creía hallar de pesado y monótono en el ritmo de la lengua, preocupación por cierto muy moderna, se ha esforzado siempre por darle rapidez y variedad y, aunque no todos sus ensayos podrán merecer el mismo aplauso, de hecho ha conseguido hacerla sonar como un instrumento nuevo. Sus recursos han sido muchos: su acierto en la formación de palabras, signos precisos y transparentes de nuevos conceptos, ha sido extraordinario y también debe señalarse su respeto, raro en un tiempo, por el vocabulario tradicional cargado de valores que no puede ser sustituido sin gravísimo detrimento por equivalentes incoloros. Con todo, el gran secreto de su estilo está probablemente en lo más sencillo: en la certera utilización de las posibilidades expresivas de la considerable libertad que admite la lengua en el orden de las palabras. No ha sido él el descubridor de estas posibilidades [24], pero sí quien mejor ha mostrado el partido artístico que se puede sacar de ellas.

        Su dominio del verso, del que tantas veces ha abominado, va de par con el de la lengua. Excelente traductor siempre, como lo prueban sus versiones de El lazarillo de Tormes, Mistral y San Agustín (Agustin gurenaren aitorkizunak, 1955), ha conseguido en verso, por ejemplo, el milagro de una versión absolutamente fiel de «Lauda, Sion, Salvatorem» en la misma medida que el original —en realidad, la traducción tiene dos versos menos—, sin soslayar ninguna de las dificultades que ofrecía ese comprimido teológico.

        Del conocimiento de la lengua y de la cultura popular, de la misma renuncia de Orixe a ser un hombre moderno, murado por las modas y preocupaciones del momento, ha podido nacer el poema Euskaldunak, acabado ya antes de nuestra guerra y publicado en 1950, cuadro a la vez amplio y detallado, actual e intemporal, de la vida del pueblo vasco. Va pasando el movedizo paisaje de los meses del año con sus labores, sus fiestas y sus juegos —los trabajos y los días— y con ellos va viviéndose la vida de los personajes. La intimidad de éstos no se desborda en minuciosas descripciones, no porque el idioma vasco sea «por completo inepto para expresar la fluencia fugitiva de la vida interior», como pontificó en cierta ocasión Ortega sin mayor conocimiento de causa [25], sino porque un cierto recato —que, cuando se rompe, puede levar al impudor exhibicionista de Unamuno— veda la expresión abierta de lo que es profundamente sentido. Por eso el poema de Orixe, fundamentalmente elíptico, es una obra maestra del arte de la alusión, tan apreciado por los oyentes de los bersolaris, que apunta con un breve ademán verbal lo que ni se debe ni es necesario exponer con menudo detalle.

        De lo que sí se resiente Euskaldunak es de ser un Mirèio sin auténticos enamorados. La inevitable pareja no ha sido para Orixe, y así lo afirma expresamente, mas que un mero pretexto para dar una cierta unidad argumental a los distintos cantos. Pero la figura de los dos jóvenes, protagonistas aparentes, queda tan pálida y borrosa ante la del único personaje verdadero, la colectividad, que habría sido preferible prescindir de ellos o presentarlos al menos en un plano más lejano.

        Si la expresión apasionada del amor profano ha sido evitada por Orixe con tanto cuidado, no ha usado afortunadamente la misma restricción con otros sentimientos. En sus poesías de tema místico se ha traslucido, siempre, dentro a veces de una aparente sequedad, una honda emoción que con los años se ha ido expresando en un tono cada vez más abierto y más sincero. Tal vez se encuentre en estos poemas, compuestos en un verso sobrio y simple, de factura perfecta, la manifestación más alta de la personalidad de Orixe [26]. La misma compenetración de naturaleza y espíritu, patente en la genial utilización de imágenes de la vida rural para dar perfil preciso a ideas y sentimientos complejos, tendencia seguida con acierto por poetas como Félix Marquiegui y Nemesio Echániz, les asegura un valor duradero.

        Otro sentimiento que Orixe no ha tenido reparo en expresar ha sido el de la amistad. De sus relaciones con Lizardi, su discípulo y su guía, cortadas por la muerte de éste, nacieron algunos de los versos más hermosos que la amistad haya inspirado en cualquier lengua. Si el dolor de la pérdida es contenido, nada hay que le obligue a serlo:

 

                alare ez uke nik iregatik

                negar egitea lotsa.

 

[24] Véase S. de Altube, Erderismos (Bermeo, 1930).

[25] J. Ortega y Gasset, «Arte. Los hermanos Zubiaurre», en Obras Completas (Madrid, 1936), 334.

[26] Lizardi ya vio esto, según puede apreciarse por los consejos que de él reconoce haber recibido Orixe: Biotz-bertsoak egin nai eta / Iainko billa nauk oldartu; / ik esan idan bein ta berriro / ontan nendilla leiatu (p. 930 de la antología de padre Onaindía).

 

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