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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        El nombre del guipuzcoano José María Iparraguirre (1820-1881), de Villarreal de Urrechua, no puede ser pasado en silencio a causa de la resonancia que tuvo su obra, resonancia que no justifica del todo la calidad de sus versos. Huyó a los catorce años del Colegio de San Isidro el Real de Madrid donde estudiaba para alistarse como voluntario en los ejércitos carlistas. Al terminar la guerra emigró, ganándose la vida con su guitarra por Italia, Francia e Inglaterra como cantor ambulante. Regresó a España en 1851 y en Madrid cantó por primera vez el Gernikako arbola que inmediatamente se convirtió en el himno de todos los vascos. El entusiasmo que provocaban el himno y su autor hizo que fuera detenido por orden del Gobierno y expulsado del país. Marcha entonces a América de donde no regresa hasta 1878. La vuelta es para muchos un desengaño: los que esperaban al cantor de las libertades vascas que la ausencia había engrandecido no lo reconocen en el vagabundo de vida desordenada, viejo y derrotado, que viene a morir a su tierra natal [9].

        Los bersolaris a la vieja usanza no debían encontrar muy de su gusto a Iparraguirre. Xenpelar, renovando la vieja acusación de Sócrates contra los sofistas, le reprochó en un desafío famoso que valiéndose de su instrucción y cultura musical («eskola ona eta musika»), cobrara dinero por cantar, «como un comediante». Para un hombre de hoy, Iparraguirre es un híbrido que no es ni cantor popular ni poeta en el sentido pleno de la palabra. Con todo, es preciso reconocer que el bersolari aparatoso e italianizante supo dar expresión a los anhelos e inquietudes de todo un pueblo, y no es éste pequeño acierto. Bastantes otras composiciones de Iparraguirre («Gazte gaztetandikan», «Ara nun diran», etc.) se han incorporado también a nuestra literatura oral.

 

[9] Iparraguirre, «de profesión músico y poeta», murió en Ichaso, en el caserío Zozabarrotxiki, y no en Gaviria como se suele decir. Véase A. Arrue, Egan (1959), p. 70.

 

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