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«Historia de la literatura vasca»
Koldo Mitxelena

Minotauro, 1960

 

        En San Sebastián, la capital guipuzcoana, el iniciador de un movimiento que tiene una relación mucho más directa con la literatura en lengua vasca es José Manterola (1849-1884), catedrático del Instituto, depuesto por su protesta contra la Ley de 21 de julio de 1876, y director de la Biblioteca Municipal. En su Cancionero vasco en tres volúmenes (1877-1880), antología con noticias bio-bibliográficas, juicios críticos y comentario lingüístico, juntó con gran diligencia buen número de poesías vascas dispersas de distintos tiempos y regiones. Esta antología, ordenada por géneros, aunque hoy nos parezca imperfecta a la luz de trabajos más recientes, representó un avance gigantesco en su día y no ha perdido todavía todo su valor.

        También fundó y dirigió hasta su muerte la revista Euskal-erria (1880 a 1918) en la que tantos trabajos en vascuence (versos sobre todo) se publicaron. Entre los escritores donostiarras, por nacimiento y vecindad, de aquel tiempo están el poeta Antonio Arzac y F. López Alén, que fueron sucesivamente directores de la revista, Ramón Artola, Serafín Baroja, padre de Pío, F. Landart y Marcelino Soroa, el iniciador del teatro guipuzcoano.

        El clima artístico no era demasiado propicio para la producción de obras de calidad. Imperaba en el país un trasnochado romanticismo pseudo-historicista que construía tradiciones legendarias con supuestos heroísmos de los antiguos vascos, rivales nunca vencidos de los romanos, la gesta de Roncesvalles, horrores medievales y briznas de consejas y creencias populares. Como un pueblo «que no data» no puede menos de conservar recuerdos gloriosos, se soñó en el pasado creado a partes desiguales por el autor del canto de Lelo, por Chaho y por Garay de Monglave. Más que Amaya (1879), de Navarro Villoslada, obra de muy otra consistencia, lo que parece haberse leído son libros como las Leyendas vascongadas (1857 y 1866), de J.M.ª de Goizueta; La Dama de Amboto, de S. Manteli (1869); Los últimos iberos (1882), de V. de Arara, y Tradiciones vasco-cántabras (1866) y El Baso-jaun de Etumeta (1882), de Juan V. Araquistain. Este último sobre todo, por más que esto sorprenda al lector actual, despertó el entusiasmo general y su huella llega hasta nuestros días en autores en lengua vasca (Catalina de Elícegui, Jon Echaide, Nemesio Echániz). Se comprenden los sarcasmos del joven Unamuno contra toda esta decoración mitológica, sombra de una sombra, que son quizá más acerados por lo mismo que alguna vez debió experimentar su seducción [18].

        Se debió también a la iniciativa de Manterola el Consistorio de juegos florales eúskaros, que organizaba fiestas y concursos a imitación de los instituidos por A. d'Abbadie al otro lado del Bidasoa. Una consecuencia muy importante fue que a unos y otros acudían gentes de ambos lados de la frontera, con lo que se llegó a un intercambio continuo y personal entre los escritores que faltaba en tiempos anteriores. Más tarde, a consecuencia de las Fiestas de la Tradición vasca de San Juan de Luz en 1900, según J. de Urquijo, se popularizó el lema «Zazpirak bat», símbolo de una unidad algo ideal, percibida siempre con más o menos vaguedad o nitidez.

 

[18] En De mi país, donde reunió artículos y ensayos primerizos.

 

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